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Si empezamos por el principio habrá que citar a su artífice, el español Joaquín Carballo, un hombre que, casi sin saberlo, dio con la clave de hacer algo único que, después de los años, sigue resultando original. Un chaval de Extremadura, una vocación irrevocable hacia la medicina y la posibilidad de estudiar en París. Y eso que París no estaba cerca para un chaval extremeño de principios del siglo veinte. Buen estudiante, con buenos profesores, se interesa por los procesos que participan en la digestión humana. Estudiando, compartiendo los primeros experimentos y la ilusión que la juventud pone a las vocaciones, Carballo conoce a una chica americana cuya familia no carece, precisamente, de bienes materiales. Ya casados y con el entusiasmo de montar su propio laboratorio en un sitio tranquilo de Francia, adquieren un viejo castillo a orillas del Loira.
Al poco, vocación por la medicina va dando paso a la fascinación por ese lugar: el castillo, sus orígenes, sus jardines... Éstos, como ha sucedido en tantos casos, se encuentran sepultados por actuaciones posteriores a su época original, el Renacimiento. Carballo investiga, se pregunta cómo podrían ser, y halla las claves en una abadía cercana, en su biblioteca. Excava y descubre fuentes, paseos, cuadros de plantación y, como un pionero en la restauración de jardines históricos, decide a la luz de sus pesquisas no sólo sacar a la luz la original belleza que subyace bajo toneladas de tierra y relleno.
Pero ¿por qué hortalizas? En sus dilatadas lecturas, las fuentes le dicen que muchos de aquellos jardines de los château del Loira dedicaban buena parte del terreno al cultivo hortícola. Es difícil saber en qué medida, pero la interpretación que realiza Carballo es ésta. De su cosecha, nunca mejor dicho, es la maravillosa combinación de esas plantas para que, además, logren un resultado tan estético, tan lleno de color y contrastes.
Los amplios jardines tienen también otras partes, renombradas y admiradas, como el Jardín del Amor, para cuyo diseño contó con un discípulo español de Forestier. O el gran lago circular, enmarcado por soberbias piezas de césped. Y el Laberinto, pieza iniciática por excelencia y hoy favorito de los más jóvenes.
Los jardines de Villandry siguen hoy en manos de sus descendientes, quienes con cuidadosa dedicación elaboran dos diseños anuales que varían año a año. Como las hortalizas tienen sus ciclos, conviene saber que los dos meses en que éstas se encuentran en su mejor momento son junio y septiembre. Si me preguntan cuál prefiero diré el segundo: hay menos afluencia de público y, con suerte, igual llueve, en ese caso la luz le da al conjunto todavía más belleza.
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